Por: Rosalba Robles
Durante la etapa crítica de la pandemia por COVID-19 nos conminaban a lavarnos las manos a cada momento para protegernos del bicho; y yo me preguntaba desde aquel entonces, cómo harán los millones de personas que no tienen acceso al agua, para quienes es un bien escaso y caro. Un lujo que quizá había que traer en cubos cargados sobre pequeños hombros.
Qué podían hacer quienes tenían – y tienen- que viajar en transporte público precario, desorganizado y escaso también. Si sólo tomamos en cuenta el acceso al agua y el uso del transporte público para asistir al trabajo, el resultado de quiénes estaban en mayor riesgo de contagio resulta evidente.
Quizá en un futuro cercano, si hubo recursos para diseñar una hoja de registro de datos confiable y un procesamiento también confiable de ellos, sabremos cuáles fueron las características sociales, laborales, educativas de la mayoría de las personas fallecidas en esta pandemia.
Por lo pronto, además de considerar el acceso al agua y la calidad y frecuencia del transporte, ya se sabe y reconoce que en México moriría la mitad de quien enfermara de COVID-19 en una comunidad indígena. Ya sabemos también, porque así lo dijo la UNESCO, que la alfabetización fue una herramienta de vida o muerte durante la pandemia. Lo que significa en palabras llanas el incremento del riesgo de contagio para quienes están en mayor rezago educativo porque la información acerca de los cuidados y medidas preventivas, o qué hacer, cómo actuar y a dónde acudir en caso de sentirse enfermo, no estarían a su alcance cuando se privilegia la palabra escrita en las amplias campañas de salud.
Salir a la calle en camioncitos con altavoces para recorrer calles polvosas con casas endebles e informar a sus habitantes que sí es real el virus, que sí es muy contagioso y que puede ser mortal, y sobre todo qué apoyo van a recibir para enfrentarlo, probablemente les parecía a los gobiernos locales, actos suicidas. Y como la pandemia se prolongó y se prolongó en nuevas poblaciones o rebrotes donde se creía controlada, la suspensión mundial de las campañas de alfabetización se prolongó también. Eso significa una historia circular hasta que la ciencia encuentre el remedio y cada uno, los que podemos, aprendamos a protegernos y proteger a los demás.
Además de la problemática que significa, aún ahora, el agua, el transporte y el analfabetismo, hay una cara más de la realidad que vivió el planeta. Una cara extraña y sorprendente. Cuando tengo frente a mí a una persona hablándome con el rostro semi cubierto, no puedo evitar un sentimiento de extrañeza y ridículo. Media cara no me da media imagen ni medio interés o comprensión de a quien tengo frente a mí. Y si ya conocía a la persona sin el medio que cubre su rostro, me dan ganas de reír, me da la impresión de que estamos ante un nuevo juego. Un juego que en cualquier momento daremos por terminado. Sin embargo, pasan los minutos y nadie se desprende de su prenda protectora. Es justo lo contrario del antifaz o las máscaras a las que estamos más acostumbrados. El antifaz o la máscara, cuando alguien la porta, sabemos que la utilizará de manera temporal durante un no muy largo periodo.
Máscaras dionisiacas, máscaras teatrales han sido para múltiples culturas un objeto cercano desde la antigüedad. Máscaras para los guerreros, para los que sólo así, enmascarados, se atreven a decir la verdad, máscaras para castigar, para espantar o atraer espíritus y alejar amenazas; máscaras para resguardar la identidad del héroe han formado parte de muchas fantasías e historias. Pero eran unos cuantos y en condiciones muy precisas quienes las portaban.
Sin embargo, cuando salía a la calle y todos estábamos cubiertos, cuando tenía frente a mí al servidor público, a la doctora y hasta al amigo o familiar más cercano, me invadía un sentimiento extraño de sorpresa e incredulidad. Me preguntaba qué estaba pasando en realidad. Qué nos condujo a esta situación. No es sólo el virus, somos nosotros. Son tantas las preguntas y las respuestas que aún necesitamos para aprender de lo que sucedió. Quién me explicará a dónde se fueron las sonrisas que en ocasiones encontraba en alguien que caminaba frente a mí y que, al encontrarnos las miradas, sonreía. Ya no hay siquiera encuentro de miradas porque todos tenemos miedo, ni mucho menos sonrisas francas dirigida a la persona desconocida con quien por casualidad o porque así es el destino encontraba en mi cotidianidad.
La gran paradoja de estos tiempos en los que supuestamente el virus tendía a igualarnos a todos, en tanto sujetos de riesgo, la mayoría, la gran mayoría resiste a la defensiva a través de una máscara que no le impedirá del todo el riesgo de contagiarse y tal vez morir, perder o modificar su trabajo o mantenerse aislado de sus seres queridos, mientras que una muy pequeña minoría en el planeta salió mucho más enriquecida después de esta pandemia. Sí, una paradoja más que el sistema de ganancias y pérdidas nos enseña.