Por: Miguel Cocom
I.
Lo conocí sin conocerlo, aunque ya desde antes lo conocía. En tres ocasiones me regaló una buena primera impresión. Me explico. El contacto inicial fue a través de su obra, después por correo electrónico y, finalmente, en persona.
Supe de él en preparatoria, en 1997, cuando una amiga de la escuela, que años más tarde se convertiría en mi esposa —por un breve periodo—, y después en mi ex esposa —por más tiempo—, mencionó un libro que estaba leyendo y que la tenía “fascinada”. Recuerdo bien que usó ese término, “fascinada”, porque tomé nota que la literatura podía generar ese efecto; información que aproveché una década después para construirle un edificio de palabras que se derrumbó a los pocos meses.

El libro al que se refirió fue Un hilito de sangre, de un tal Eusebio Ruvalcaba. Nunca había escuchado hablar del autor, lo cual no era de llamar la atención. En ese entonces yo era un lector incipiente, desordenado, rupestre, que lo mismo leía la saga de Caballo de Troya, de J. J. Benítez, que Jornada médica en un velorio, títulos que destacaban en el librero familiar junto con los tomos completos de Las aventuras de Astérix. En fin, antes leía mucho y mal; hoy solo leo mal.
Pero retomemos el hilo, el hilito de sangre, la historia me enganchó desde la primera página. Literal. Qué otra cosa se podía esperar de un texto que en su tercer párrafo afirma:
Para mí la máxima ambición de la vida era tener un trabajo de chofer. Porque tenía dos ventajas. La primera, manejar un hipercarrérrimo de ésos que todo el mundo se les queda viendo, y la segunda, que te coges a la señora de la casa. Porque en las casas ricas siempre es igual: las señoras están bien ganosas porque su marido ni caso les hace.
En esas líneas aprendí que se puede escribir, y hacerlo bien, tal y como si conversaras con un viejo amigo, sin grandilocuencias, prosopopeyas, ni aspavientos. Eusebio Ruvalcaba es eso, un amigo que te va platicando una historia. Y así, de anécdota en anécdota, frase a frase, página tras página, la literatura, en su estado puro, sucede ante nosotros.
Tal vez es lugar común decir que un texto te atrapa, pero en este caso fue así, de verdad, el libro me sujetó por los ojos y, cada que lo cerraba (el libro, no el ojo), las palabras iban por mí como un cardumen salvaje, me agarraban por los tobillos y me regresaban al punto en el que había abandonado la lectura. Pocas obras literarias tienen esa capacidad de mantenernos cautivos y en cautiverio. Recuerdo que lo terminé en menos de dos días. Me acostaba, daba vueltas en la cama, me levantaba a los 15 minutos, corría híper-rapidérrimo al escritorio donde estaba el libro, encendía la lámpara y aplicaba el truco ADN, que significa Abrirlo De Nuevo. Esa misma fuerza de atracción la encontré después en la obra de autores como Tolkien e Ibargüengoitia.

Y claro, esa cualidad hipnótica también está presente en la obra completa de Ruvalcaba. Así, Un hilito de sangre fue la puerta que me abrió el camino al resto de su trabajo literario; ahí, en esa casa que Eusebio abrió para nosotros, encontré posteriormente relatos como los que pueblan ¿Nunca te amarraron las manos de chiquito?, poemas en Mariana se escribe con M de Música, aforismos en Una cerveza de nombre derrota y diálogos vertiginosos en Todos tenemos pensamientos asesinos. Todos los géneros cabían en su máquina de escribir.
II.
La segunda vez que lo conocí fue a través de correo electrónico. En 2011 envié a dictamen un conjunto de poemas agrupados bajo el título De Mérida, roto. Cuando recibí respuesta positiva por parte del Consejo Editorial del Instituto de Cultura de Yucatán, lo primero que vino a mi cabeza fue contactar a Ruvalcaba para que escribiera la cuarta de forros. Coincido con Roberto Calasso en que la solapa “es una forma literaria humilde y difícil”; un género complicado que persigue diferentes propósitos. Lo mismo sirve como explicación de motivos por parte del editor, que para engañar a uno que otro lector incauto. Precisamente, para evitar que un texto se “lea con sospecha, temiendo ser víctima de una seducción fraudulenta” hay que escoger muy bien la pluma que, en tres o cuatro párrafos, tatuará con pulso firme el dorso del libro.
Eso lo tenía claro. Por eso me atreví a contactarlo. A través de un amigo en común conseguí su dirección electrónica, [email protected], y le escribí unas cuantas líneas. Básicamente, me presenté, le platiqué que vivía en Yucatán, que le tenía mucho cariño a los poemas que en unas semanas saldrían a la luz y que les tendría aún más si estuvieran acompañados por unas cuantas palabras suyas. Le di enviar al correo como quien arroja una botella al mar: con ilusión, pero consciente que podía no recibir respuesta alguna. Ignoraba en ese entonces que el mar de Eusebio era —es— de aguas generosas.

Él mismo lo explica en su libro 52 tips para escribir claro y entendible: “Mencioné que vivo de la palabra escrita y de la hablada. En efecto, coordino talleres literarios. De ahí extraigo muestras de joven y talentosa literatura. Tiro por viaje descubro a un nuevo escritor […] Y no se piense que soy muy buena persona; nada de eso, simplemente me entusiasma mostrar que no nada más las editoriales españolas tienen la razón cuando nos dicen quiénes sirven y quiénes no”. En efecto, congruente con su forma de concebir la literatura y la vida, me respondió ese mismo día, a las pocas horas. Así fue siempre, desprendido, con toda la bola de insolentes que en algún momento nos resguardamos bajo su sombra, que era un sol.
Su mensaje abría con un “miguel querido”, me pedía que le enviara los poemas impresos a su casa y remataba con un “no marches. no me pongas límites ni me digas lo que puedo o no puedo escribir. dado el caso, yo lo resuelvo.” Me llamaron la atención varias cosas: 1) su cercanía, era como si nos conociéramos de mucho tiempo; 2) el hecho de que, al igual que e. e. cummings, prefiriera las letras minúsculas, al menos en su correspondencia electrónica; y 3) su disposición para leer y corregir textos ajenos. Y es que Ruvalcaba, además de escritor tenaz, fue un magnífico editor y visor de talentos.
Mi libro se publicó sin pena ni gloria. De sus páginas rescataría, a lo mucho, dos frases mías y, por supuesto, los siete párrafos que Eusebio tuvo a bien escribir: “¿Cómo se mide un poeta? […] Me atrevería a decir que por la emoción que provoca. Porque hay una suerte de entendimiento poético. Que leemos aquel poema y que algo se desprende de nosotros, despliega las alas y emprende el vuelo hacia regiones ignotas. Hasta tocar la cola del cielo”. Así, más que recordar 2011 por la publicación de mi texto, es y será siempre el año en el que me hice su amigo.
Nos escribíamos con cierta periodicidad. Casi siempre platicábamos de mujeres y, a veces, de literatura. Nunca se tomaba muy en serio las dificultades cotidianas y abordaba con humor negro y socarrón los contratiempos. Esa característica tan suya se percibe en cada una de sus páginas. A la fecha, todavía río a carcajadas cuando releo su cuento “Pinche osito panda” o algunos relatos de Clint Eastwood hazme el amor. Leer y reír, dos de los verbos más lúdicos, son dos de los mejores regalos que me obsequió.
“El humorismo es una de las tradiciones menos frecuentadas en la literatura mexicana. Se cuentan con los dedos de la mano aquellos de nuestros escritores capaces de aliviar la desventura con la risa”, afirma Christopher Domínguez Michael. Bien, pues mi lista personal de remedios literarios para la desesperanza, la encabeza, y por mucho, Eusebio Ruvalcaba.
III.
La amistad se nutrió a distancia, hasta que lo conocí personalmente meses después. Aprovechando un viaje relámpago a la Ciudad de México, lo visité en La Casa de Juan, café ubicado en el centro del barrio de Tlalpan, en el que impartía un taller todos los sábados. Posteriormente, nos reencontramos cuando vino a Yucatán a dar unas pláticas. Ahí me dijo que Mérida fue una ciudad fundamental en su historia humana, que encontró un buen amigo en el cuentista Carlos Martín Briceño y que ahí había pasado la luna de miel con su segunda esposa. Le dije que ya había encontrado algunas referencias peninsulares en su obra.
Por esos extraños azares del destino, no tuve oportunidad de tomarme unas cervezas con él. Lo que sí compartimos fueron amigos, buenos amigos. A Jaime Fraire, quien ha ilustrado mis dos primeros libros, le sugerí que acudiera a su taller de escritura para que puliera algunos textos. Y aunque tuvieron algunas diferencias de estilo —ya que Eusebio le sugirió no emplear tantas groserías, a lo que Jaime solo atinó a decir “Pinches héroes viejos, cómo me hacen encabronar”— creo hicieron buenas migas. Con quien la relación dio mejores frutos fue con Roberto Wong, quien en 2014 ganó el Premio Dos Passos a la primera novela, con la obra París D.F.
Justamente, el 6 de enero de 2017 Roberto Wong me escribió para avisarme que Ricardo Piglia había fallecido y que Eusebio estaba hospitalizado. Mal Día de Reyes y una pésima jornada para la escritura. Un mes y un día después, Ruvalcaba se nos adelantaba. Me quedé sin palabras y, durante meses, fui postergando este escrito. 365 días después, intento saldar con palabras esa deuda.
Ignoro la calidad de estas palabras. Lo que sí tengo presente es el primer tip que siempre nos daba: “Cuando sientas que la mano te tiembla al escribir, estás en el camino correcto”. Y este texto, al menos, va por ese rumbo. Con Eusebio aprendí que la literatura no es tomarse una selfie; al contrario, es abrevar de nuestras emociones, miedos, pasiones y encender una hoguera. Lo que danza en esa llama son las palabras que debemos escribir. Le agradezco su afecto; unos grados más y su amistad sería ilegal.

A Eusebio nunca le amarraron las manos de chiquito, por eso escribía de forma tan prolífica. Tampoco le amarraron el corazón, por eso entregaba su amistad a manos llenas. Su literatura es un hilito, como el de Ariadna, que nos muestra la salida del laberinto y nos aleja del minotauro. En fin, Eusebio es y será otro boleto. Uno de ida y vuelta por los muslos del destino.