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El paso del Sargento Pedraza

Por: Miguel Cocom

El zapato izquierdo salió volando en los primeros metros. En la confusión de la salida, entre codazos, empujones y nervios olímpicos, alguien pisó a Pedraza justo en el talón. Sintió el pie desnudo en el asfalto caliente de Insurgentes y dudó: ¿seguía o se detenía?

Se detuvo. Se agachó. Se volvió a calzar. Y arrancó desde atrás. El último de todos.

Eso fue lo primero que vieron los miles que se agolpaban en la avenida aquella tarde del 14 de octubre de 1968, cuando la Ciudad de México recibió una de las pruebas más exigentes y silenciosas del atletismo: la marcha de 20 kilómetros. Pero nadie sabía lo que traía ese hombre por dentro. Ni el dolor en la pierna, ni el recuerdo de su esposa enferma, ni el entrenamiento de años hecho entre brechas de Michoacán y campos militares, ni los años de quedar fuera de Roma 60 y Tokio 64. Lo único que llevaban consigo era la furia.

De niño, a José Pedraza le gustaba correr detrás de las gallinas de su abuela. Lo hacía sin ruido, sin que se dieran cuenta. En su comunidad de Nahuatzen, entre la niebla y los pinos, nadie pensaba que ese chamaco de pies ligeros y mirada seria terminaría algún día representando a México en unos Juegos Olímpicos.

Entró al Ejército a los quince. Era su forma de salir adelante. Se convirtió en sargento segundo de transmisiones, aunque también le transmitía algo más al cuerpo: hambre. Hambre de correr, de competir, de representar. Por eso entrenó en todo lo que pudo: 3 mil con obstáculos, 10 mil planos, medio fondo. En 1960 no clasificó. En 1964, tampoco. Le decían que ya no insistiera. Pero un día, alguien en el Plan Sexenal le preguntó si quería intentar con la marcha.

—¿Marcha? —respondió Pedraza, como si le hubieran hablado de motores de coches.

—Es caminar rápido sin correr. Con técnica. Con cabeza.

A los quince días ganó su primera carrera. Ciento veinte pasos por minuto. Movimiento de cadera. Una pierna siempre en contacto con el suelo. Todo eso se le daba natural. Como si desde niño lo hubiera llevado por dentro. Y tal vez sí: en Michoacán aprendió a caminar las veredas con ritmo, sin cansarse, sin romper la cadencia.

En Europa no lo querían. A él y a su equipo los miraban por encima del hombro. “Mexicanos”, decían los jueces alemanes con sorna, “no tienen técnica”. Pero cuando vieron cómo caminaban, cómo resistían, cómo rebasaban, les pidieron que explicaran el secreto. Jerzy Hausleber, el entrenador polaco que había llegado a México con ideas frescas, les enseñaba una marcha ofensiva, agresiva, elegante. Pedraza la entendió y la convirtió en suya. Ganó en Chicago, ganó en Centroamérica, ganó el respeto de los que antes lo desdeñaban.

Llegó a México 68 con 31 años. A punto de que lo dejaran fuera por veterano. Pero insistió. Y dobló prueba: 20 y 50 kilómetros. Porque tenía con qué.

Aquel día de octubre, tras perder el zapato, comenzó la remontada. Uno a uno fue rebasando a los marchistas más veloces del mundo. En el kilómetro 10 ya iba en la mitad del pelotón. En el 15, ya estaba entre los punteros. Y al entrar al Estadio Olímpico, lo hizo en tercer lugar.

Pero ahí pasó lo imposible.

Sesenta mil personas gritando su nombre. La pista iluminada. La adrenalina. La patria encima. Rebasó al soviético Smaga con una zancada furiosa. Y vio, apenas a unos metros, la espalda del otro soviético, Golubnichiy. Apretó el paso. El ruso sintió los pasos del mexicano detrás y también aceleró. Faltaban cien metros. Luego cincuenta. Luego veinte.

Pedraza no lo alcanzó.

Entró tres metros detrás. Un segundo y medio más tarde. Plata.

No festejó.

Apretó los puños. Se cubrió el rostro. Gritó con rabia. Golubnichiy se volteó para saludarlo y Pedraza, todavía con los dientes apretados, le soltó una mentada que retumbó hasta la tribuna: “¡Chinga tu madre!”

La ovación lo cubrió. No porque hubiera ganado la plata. Sino porque había peleado el oro como pocos. Porque marchó como un guerrero. Porque sudó con la dignidad de un país entero en los talones.

Días después, lo arrestaron. Que por faltar a su deber como soldado. Pero él sabía la verdad: lo castigaban por no haber ganado el oro. Seis meses encerrado en un cuartel. Lo trataron como a un desertor. Como si la gloria olímpica se pudiera contar con grilletes.

Su esposa murió ese mismo año. No lo dejaron verla. Vendió el único premio que le dieron, un reloj Rolex, para comprar comida. Nunca se sintió reconocido. Nunca lo buscaron para entregarle una medalla por su esfuerzo. Pero tampoco la pidió.

Años después, caminando por un deportivo, un niño se le acercó:

—¿Usted ganó esa medalla?

—Sí, chamaco.

—¿Y cómo le hizo?

El Sargento Pedraza sonrió con la amargura que ya no pesaba.

—La gané… por pendejo, mano. Porque si me hubiera preparado mejor, esa medalla hubiera sido de oro. Y yo, un campeón olímpico.

No lo decía con pena. Lo decía como advertencia. Como enseñanza. Como verdad.

Porque él sabía que su legado no era el metal, sino la marcha.

Y mientras alguien, en algún punto de México, siga caminando rápido sin correr, con la espalda erguida y la mirada al frente, la historia de José Pedraza seguirá avanzando.

Con paso firme.

Como marchan y se marchan los que nacieron para abrir camino.

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