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El Señor Gol: una acrobacia que detuvo el tiempo en Madrid

Por: Miguel Cocom

—¡Ahí va! —grita alguien desde la tribuna.

Hugo ya no escucha. El Bernabéu se vuelve un murmullo lejano. Sólo existe el balón. Suspendido en el aire, como si lo esperara. Como si supiera que es parte de algo que lleva décadas gestándose.

El centro viene alto, con rosca. Desde la derecha, servido por Martín Vázquez. Hugo se perfila. No piensa. Reacciona. Gira el cuerpo, arquea la espalda, sube la pierna izquierda, se lanza, conecta con la zurda.

Y en ese instante suspendido —un segundo, nada más— lo recuerda todo.

***

—¿Cómo se llama eso, papá?

—Chilena, hijo. Es como una patada voladora. Difícil, pero hermosa.

—¿Y por qué se llama así?

—Porque la inventaron en Chile, dicen. Pero tú hazla tuya.

Cinco años tenía Hugo. Desde entonces, en cada campo, en cada calle, en cada entrenamiento, intentaba chilenas. Se caía. Se raspaba. Se burlaban.

—Ahí viene el trapecista —le gritaban.

Pero él no dejaba de volar.

***

—Hugo, ¿otra vez con eso?

—Un día la voy a meter en un estadio lleno, Chucho.

—Y te van a aplaudir como a un acróbata del circo.

—Como a un artista.

Chucho Ramírez lo acompañaba a los entrenamientos con Pumas. Y se quedaban después. Una hora. A veces dos. Hugo tiraba el balón contra la pared y lo remataba de espaldas. Mil veces. O más.

Años después diría:

“En toda mi carrera hice unas 15,000 chilenas y marqué más de 30 goles con ese remate tan acrobático”.

También entrenaba con su hermana Hilda, que era gimnasta. Aprendió a caer, a girar, a tensar los músculos, a coordinar en el aire. La voltereta con la que celebraba sus goles no era sólo un festejo. Era un homenaje.

***

El primero de verdad fue en el Azteca. Domingo, 1979. Contra Atlante. Portero: Ricardo La Volpe.

—¡Te tengo bien estudiado, chamaco! —le grita desde el arco.

Centro de Chucho. Hugo no necesita verlo. Levanta apenas la mano. Señal de que ahí la quiere. El balón vuela. Hugo gira, se eleva, le pega. Golazo.

La Volpe se queda inmóvil.

—¡No me la vuelves a hacer, carajo! —le grita al final.

—¿Apostamos?

Meses después, otra vez contra Atlante. Otra vez La Volpe. Esta vez el balón venía un poco más bajo. Una media chilena. Gol. Otra vez.

—¡Dos veces no! ¡No puede ser! —patea el poste el portero argentino.

—Y todavía falta la tercera —le dice Hugo, guiñando un ojo.

***

En el Atlético de Madrid no fue fácil. Le gritaban “¡Indio! ¡Indio!” desde la tribuna.

—¡Vete a tu país, indio!

Pero él seguía.

—¿Indio? —decía entre dientes—. Les voy a contestar con goles.

Y lo hizo. A puños. Ganó su primer Pichichi con el Atleti. Después, cuatro más con el Real Madrid. Cinco en total. De todos los colores: de cabeza, de volea, de penal… y de chilena.

***

Y entonces llega el día. El día que había soñado desde niño.

10 de abril de 1988. Santiago Bernabéu. Jornada 32. Rival: Logroñés.

Martín Vázquez levanta la vista. Lo ve a Hugo. Le pone el centro. Hugo se lanza.

En el aire, un pensamiento cruza su mente.

Logroñés.

Señor Gol.

Al revés. Como si lo hubieran escrito para este momento.

El balón sale de su pie. Gira. Viaja hacia el ángulo. El portero no se mueve. El estadio se congela.

Y luego, estalla.

Gritos. Pañuelos blancos. Aplausos. El Bernabéu de pie.

Hugo no corre. Camina hacia el centro del campo. Como si necesitara saborear cada paso.

El árbitro se le acerca.

—Gracias, Hugo.

—¿Por qué?

—Por dejarme ver el gol más bonito de mi vida.

En el vestidor, Leo Beenhakker lo espera con champán.

—Esto es arte —dice—. No gol. Esto se cuelga en el museo.

Más tarde, ante los micrófonos, Hugo sonríe y lo resume en una frase:

“Para mí fue el gol soñado con la mejor camiseta del mundo”.

***

Años después le preguntan:

—¿Cuál fue tu mejor gol?

—Ese. El de Logroñés. El de Señor Gol.

Y cuando se lo recuerdan, sonríe.

Porque sabe que no fue suerte. Fue destino.

El destino de un niño que se tiraba al suelo mil veces.

Que cayó y cayó para volar un día en Madrid.

Y dejar en el aire, para siempre, el más bello de los remates.

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