Nacieron a la sombra / pero crecieron, tercos, al sol
Por Miguel Cocom
A mediados del siglo pasado, en el municipio rural de Quintana Roo, Yucatán, nacieron y crecieron dos hermanos: Santos y Víctor.
En ese entonces, la comunidad contaba con poco menos de 800 habitantes, casi todos dedicados al cultivo a pequeña escala de maíz y frijol, principalmente para autoconsumo. Lo poco que sobraba se intentaba comercializar en el mercado, en la plaza o en pueblos aledaños.
Una calle a medio pavimentar atravesaba una localidad cuyos únicos espacios públicos eran un campo de beisbol, un preescolar y una primaria. La secundaria se abriría años después y la educación media superior, desde aquella época, era sólo una alternativa posible para aquellos que contaran con el anhelo y los medios suficientes para trasladarse a una ciudad cercana o a la capital e inscribirse al bachillerato.
La céntrica ubicación del municipio sólo se reflejaba y tenía relativa importancia en mapas y atlas geográficos, ya que la comunidad siempre se mantuvo ajena a la derrama económica de la zona henequenera, a la periferia de la bonanza ganadera en otras regiones y alejada de los beneficios productivos y sociales de actividades como la pesca y el turismo. Quintana Roo, el de Yucatán, no tiene vista al mar, tampoco caminos por los que transite la movilidad social.
Por eso, por todo eso, llama la atención que un municipio mayahablante, con altos índices de analfabetismo y con un grado promedio de escolaridad mucho menor al de la media estatal, sea cuna de un miembro de uno de los grupos musicales más importantes del Sureste de México y de un anestesiólogo egresado de la Escuela Médico Militar.
Como muchas otras historias de éxito en nuestro país, aquí también se comprueba que algo tiene el espíritu humano que se obstina en florecer a pesar de circunstancias adversas. En una familia compuesta por 16 integrantes, los dos hermanos varones menores se decidieron a romper la inercia de varias generaciones y trazarle una línea de fuga al círculo de la pobreza. A sabiendas que los sueños no tienen orillas, se pusieron a caminar.
Así, desde muy pequeño, Santos demostró su aprecio por la música cuando en fiestas patronales aprovechaba para llevar el timbal o el bombo durante las peregrinaciones. Al ver el incipiente talento, Daniel, su hermano mayor, melómano y músico autodidacta, le enseñó a leer notas y nociones básicas para tocar instrumentos como el contrabajo, el clarinete, el saxofón alto y el barítono.
Cuentan quienes lo conocieron que de inmaculado sólo tenía el nombre, ya que desde temprana edad le gustó el ajetreo, el ambiente bullanguero y ponerle ritmo y sabor a todo lo que hacía. Tal vez por eso su segundo nombre era León, formando así un improvisado y cadencioso oxímoron, Santos León, un venerable felino que poco a poco fue desarrollando un oído musical privilegiado que le permitía replicar determinada composición con sólo haberla escuchado unas cuantas veces.
Por otro sendero, uno más calmo y disciplinado, Víctor le apostó a los conocimientos adquiridos en las aulas de clase como única llave para encontrar una salida diferente a lo que ya habían marcado previamente los dados del destino. Con dedicación concluyó la primaria y la secundaria. Sabía que a él le correspondía jugar la carta académica, porque el naipe artístico ya se lo habían ganado en la baraja.
A escondidas del padre, uno estudiaba mientras el otro tocaba un instrumento.
Cualquier actividad que aleja de la milpa a los niños y jóvenes es mal vista en las localidades rurales de la entidad.
Años después la familia se trasladó a Tepakán y luego a Mérida. Ahí, Santos entró a trabajar en un conjunto de música tropical y después formó parte de la orquesta militar del batallón de infantería. En la milicia, tocando el barítono, fue descubierto e invitado a formar parte de Los Socios del Ritmo. Mientras tanto, Víctor concluía la preparatoria y se decidía a estudiar la carrera de Medicina.
Sabiendo que la península tiene límites, ambos emprendieron el camino a la capital.
Uno acompañado de un conjunto que ya era referencia en el Sureste, pero al que aún le hacía falta conquistar nuevos mercados. El otro abordó un tren para presentar el examen de ingreso a la Escuela Médico Militar.
Uno tuvo que fortalecer su complexión para dominar plenamente el manejo del instrumento musical. El otro tuvo que solicitar una dispensa de estatura, firmada por la Secretaría de la Defensa Nacional, para poder incorporarse a la universidad. Cuando se mide menos de 1.60 es más complicado alcanzar las metas fijadas.
El mayor tuvo que picar piedra en bares y centros nocturnos, mientras vivía junto con los demás miembros del grupo en el departamento 410 del Edificio Vicente Riva Palacio de la Unidad Tlatelolco. El menor se tuvo que quemar las pestañas en el internado castrense para obtener las calificaciones que le permitieran mantenerse en las Fuerzas Armadas.
Después de varias caídas y tropiezos, ambos fueron abriendo brecha. Los Socios del Ritmo alcanzaron el éxito nacional e internacional con el tema Vamos a platicar y se fueron de gira por todo el país y en ciudades como Texas, Los Ángeles, Chicago y Nueva York. A su vez, el joven médico se tituló con el grado de Mayor y optó por cursar la especialidad de Anestesiología.
Foráneos en Ciudad de México, encontraban un pedazo de Yucatán cuando se reunían para desayunar panuchos y salbutes en el restaurante Círculo del Sureste o al jugar partidos de tenis en las canchas de alguna unidad deportiva. Los caminos se cruzan cuando la sangre llama.
Durante su carrera musical, Los Socios del Ritmo fueron el primer grupo latinoamericano nominado a los premios Grammy en 1984. Posteriormente, Santos abandonó la agrupación para explorar nuevos horizontes. Fundó y dirigió el Grupo Volkan, un conjunto que si bien lanzaba humaredas de cadencia nunca terminó de explotar. Por su parte, Víctor consolidó una sólida carrera médica en el Hospital Central Militar y en sanatorios y clínicas particulares. Los dos, a su manera y a su propio paso, nunca cesaron en la búsqueda de la felicidad.
En 2007, a Santos le diagnosticaron un cáncer de seno paranasal que, poco a poco, fue minando su salud. Poco antes de morir, le pidió a su hermano menor que regresarán a Yucatán para que pudiera despedirse de su familia, del mar y de sus queridos Leones. El mismo año que Santos se jubiló, con honores, de la vida, Víctor también se retiró del ejército.
Escribo este texto mientras escucho a Los Socios del Ritmo. En su momento no me preguntaron, pero un excelente epitafio para mi tío Santos Cocom hubiera sido: “Contento vine, y contento me voy”. Y a Víctor Cocom, mi padre, sólo le digo: “No te desesperes, Pérez”, ya habrá tiempo de seguir andando en la carreta en cuanto la contingencia sanitaria lo permita.